Una fantasmagórica figura preside inerte la mesa sobre la que está servido un festín propio de reyes. El silencio embriaga la tenebrosa estancia que respira calma tensa. Algunos confundirían esa sensación con una falsa paz. Ofelia, que sufre en sus carnes el hambre que arrastró la posguerra española, avanza milimétricamente sin quitar la vista de un racimo de jugosas uvas. Y es al llevar a su boca el fruto cuando la bestia despierta ¡El hombre pálido!
El extraño ser vuelve a la vida al percibir que un ente inferior, una niña, está alimentándose con sus manjares. No repara en la hambruna de la pequeña, pues el hombre pálido no ve con los ojos de su corazón, sino con los de sus codiciosas manos. Ofelia, indefensa y aterrada, emprende la huída perseguida por la criatura, que no duda en devorar a quienes tratan de ayudarla.
Esta inconfundible escena de El laberinto del Fauno guarda un tétrico paralelismo con el gobierno que durante 30 años ha sido ejercido en Egipto. Y más concretamente con el hacer de su presidente: Hosni Mubarak. Un hombre que llegó al poder siendo la esperanza de su pueblo. Un hombre que hasta el pasado 25 de enero creyó que verdaderamente lo era a base de absorber sus propias mentiras. “La verdadera victoria es la victoria de la democracia y el pluralismo”, dijo en una ocasión. Su pueblo lo derrocó, precisamente, en defensa de los mismos valores que pregonaba.
La historia de Muhammad Ḥusnī Sayyid Mubārak comienza en Kafr-El Meselha el 4 de mayo de 1928. Una vida que transcurre por las vías de la cotidianeidad hasta que en 1950 el joven Mubarak toma la decisión de ingresar en la academia de la Fuerza Aérea Egipcia. Allí obtiene el título de Ciencias Militares y se destapa como un excelente piloto de combate. Tanto es así, que deciden enviarlo a la URSS para que perfeccione su pericia.
Por aquellos años, el país de las pirámides es testigo de importantes sucesos que marcarán el devenir de su historia. En 1952 se produce el golpe de estado que derroca al rey Faruk I y que encumbra al coronel Gamal Abdel Nasser como presidente del nuevo gobierno. Nasser declara la titularidad pública del canal de Suez con la firme intención de mejorar las arcas del país y librarlo de la influencia de potencias extranjeras. La confrontación armada es inevitable y el nuevo líder debe repeler ofensivas conjuntas de Francia, Inglaterra e Israel. A consecuencia de su éxito, muchos lo consideran entonces la cabeza visible entre los estados de Oriente Medio.
Mientras la popularidad de Nasser se dispara de forma incontestable, Mubarak continúa haciéndose un nombre en su profesión. Poco a poco, su buen hacer le lleva a ir escalando peldaños. En 1967 tiene ocasión de demostrar su valía como director de la Academia del Aire durante la guerra de los Seis Días, enmarcada en el conflicto árabe-israelí. Su actuación le abre la puerta de las altas esferas del Ejército. Es este un año importante, pues a raíz de esta intervención militar y de otras de menor calado entra en vigor la ley de Emergencia que regirá Egipto por más de 50 años. En 1973, ya con Anwar el-Sadat en la presidencia, estalla la guerra del Yom Kippur en la que tendrá una participación activa en los preparativos y desarrollo. Con el alto el fuego, Mubarak recibe el merecido reconocimiento y se le asciende a Jefe del Estado Mayor.
Llegados a este punto, y con la consideración de estar hablando de un país como Egipto, que un reputado militar filtre su figura hacia el marco político es solo cuestión de tiempo. Este salto se produce en 1975, cuando Sadat nombra a Mubarak vicepresidente de su gobierno. Su designación es vista con buenos ojos por el pueblo. A fin de cuentas, se trata de un héroe de guerra.
Sin embargo, no permanecerá mucho tiempo en un segundo plano. En 1981 grupos extremistas musulmanes perpetran un atentado que acaba con la vida del presidente Sadat al intuir un acercamiento de la política exterior egipcia a los Estados Unidos e Israel. Hosni Mubarak, que es herido de gravedad en el incidente, accede entonces a la presidencia empujado por una reputación que basta para obviar su falta de experiencia en este nuevo campo de batalla.
Sin titubear, recoge el testigo de su predecesor y desarrolla una carta de ruta en la que busca el equilibrio entre la posición árabe tradicional y las buenas relaciones con Estados Unidos e Israel. El acercamiento a occidente y la búsqueda de la resolución de las cuentas pendientes con Israel por las vías diplomáticas proyectan una imagen positiva de Egipto en el escaparate internacional. A propósito de estos primeros días, Mubarak reflexionó con el paso del tiempo y defendió con una voz de timbre marcial y eco rencoroso que: “La gente me dio la responsabilidad de construir el futuro de Egipto. Y lo cumplí con honor”.
Este holograma que se proyecta al exterior se ve refrendado en la década de los 90. Durante la guerra del Golfo, Egipto, que se había mostrado contrario a la política expansionista de Saddam Hussein, se une a las tropas de la coalición para liberar Kuwait de la invasión iraquí. Por otro lado, reitera su predisposición al dialogo y a la buena fe de Israel. Haya elementos para creer en ella o no. Con el nuevo milenio llega a declarar sobre Ariel Sharon, primer ministro israelí y combatiente en la guerra de los Seis Días y el Yom Kippur, que “es capaz de lograr la paz con Palestina”.
¿Y mientras, en Egipto, qué? Basta decir que el símbolo del país, las pirámides de Keops, Kefren y Micerinos, construidas allá por él el 2,500 antes de Cristo, bien pueden ser consideradas también como representativas del progreso vivido. Nada de lo que se vende de puertas a fuera se corresponde con la realidad del pueblo egipcio. El héroe de guerra, la gran esperanza de la nación, sucumbe a la avaricia y los privilegios de su posición. Nada es casualidad. Su política exterior no es más que la fachada de cartón piedra que impide al resto del mundo inmiscuirse en su coto privado: Egipto
Los numerosos préstamos pedidos al Fondo Monetario Internacional, y que hunden al país en la ruina ante unas deudas descomunales, no se materializan en progresos sociales. Tampoco las sustanciosas sumas que los americanos pasan a Mubarak por consolidar su cambio de rumbo. ¿Dónde está ese dinero? No en el aumento del salario mínimo, no en la reducción de población que vive en la pobreza. Tampoco en el descenso del desempleo ni en solucionar diversos factores estructurales de los que adolece el país. Nada es más gráfico que una cifra contundente. En 2011 la fortuna y patrimonio de Hosni Mubarak se estima en 70,000 millones de dólares.
Con un juguete así de lucrativo hay que ser tonto para no continuar. El reputado militar, el “defensor de la democracia y el pluralismo”, se perpetúa en el poder amparado por la vetusta ley de Emergencia. Los arrestos indiscriminados y abusos policiales están a la orden del día. Los derechos humanos no valen más que papiro mojado. La falta de libertad es la constante y la censura la variable de una ecuación cuyo único fin es asegurar que el grifo no se corta. Y así transcurre la vida en Egipto generación tras generación…
Hasta que un elemento nuevo entra en escena en Estados Unidos y, por ende, en el resto del globo: el terrorismo internacional de Al-Qaeda. Un factor desestabilizador hasta para un hombre como Mubarak. No obstante, a sus más de setenta años, aunque sin arrugas en la frente, probablemente gracias a la misma “dieta” que siguió Berlusconi, el experimentado dirigente se permite lanzar un mensaje al mundo que demuestra la civilización de su pueblo. “Un observador honesto de la historia de Egipto descubrirá que el terrorismo es un fenómeno extranjero, ajeno a nuestros valores y herencia cultural”, proclama.
Con esta amenaza sacudiendo el mundo, Estados Unidos examina con lupa Oriente Próximo. Por fin, la presión internacional obliga a que Egipto ponga en marcha medidas democratizadoras que quedan plasmadas en unas elecciones abiertas a otros candidatos, como por ejemplo a los Hermanos Árabes, fundamentalistas islámicos. Por supuesto, no se trata más que de otra capa de maquillaje que Mubarak aplica para poner guapo a Egipto de cara al exterior. Los comicios son amañados y su victoria, un hecho indiscutible.
Todo parecía indicar que las aguas volverían a su cauce y el Nilo no se vería desbordado. Pero un hito lo es aún más cuando es inesperado. Cualquier aparato de censura es inútil ante la gran revolución de nuestro tiempo. Internet llevó a Egipto la chispa iniciada en Túnez y rápidamente prendió en la población. Cuando Mubarak quiso impedirlo, ya era tarde. Y más aún cuando trató de solucionarlo con una especie de “vale, tranquilos que lo he entendido. Seré bueno”. A partir de ahí la historia que vino es más que conocida.
Hosni Mubarak devoró durante tres décadas el sustento de un país entero. Agazapado en su mentira, tanto que llegó a creerla, consiguió pasar desapercibido. Para todos, menos para su pueblo. Los disidentes desaparecieran antes de tocar siquiera alguno de sus manjares. Sin llegar tan lejos como lo hizo Ofelia. Mubarak no gobernó con el calor de su corazón. Mubarak gobernó con la codicia de sus manos. Como el hombre pálido.
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