martes, 13 de septiembre de 2011

Proyectos que se quedan a medias

Mi historia es tan increíble que no tengo claro por donde empezar. En una maniobra llena de arrojo por innovadora, y aún a riesgo de romper la estructura consensuada por los muy ilustres señores de la escritura, empezaré por el comienzo.

Recuerdo a la perfección hasta el más mínimo detalle de aquella mañana. Era un lunes o un jueves de entre octubre y diciembre. Me desperté algo nervioso porque esa misma tarde empezaba un cursillo del INEM para perfeccionar mi caligrafía de ruso. Algo que, sin duda alguna, me resultaría tremendamente útil el día en el que pudiera retomar mi carrera como profesor de harmónica. El reloj de cuco del salón-comedor-baño-cocina de mi apartamento marcaba las nueve en punto. Aunque en realidad no es una referencia del todo válida teniendo en cuenta que nunca le di cuerda y que las manecillas no se movieron jamás.

El caso es que tras vestirme apresuradamente y desayunar un buen vaso de leche entera (lo sé, soy un temerario) me dispuse a salir a la calle. Tenía prisa por sellar la quiniela de la jornada. Mientras bajaba las escaleras de tres en tres aún planeaba cierta inquietud en mi sesera. “¿Debería haber puesto el triple en el Alcorcón - Huesca?”

Tal fue el poder de concentración alcanzado para deliberar semejante disyuntiva que en el instante de cruzar el umbral del portal ni siquiera tomé conciencia de que estaba lloviendo. Ni de que una amenazante, agazapada y tremenda boñiga del mastín del Pirineo de la señora Royo presidía, no sin cierta elegancia, el primero de los siete escalones que van a parar a la acera. Excremento de animal y superficie resbaladiza. Aterradora combinación.

Naturalmente, sucedió lo inevitable. Como si tuviera vida propia, mi pierna izquierda salió catapultada hacía delante al sentir el contacto con la desagradable mixtura quedando aproximadamente a la altura de mí nariz. Instintivamente, el resto del cuerpo, sorprendido por las ansias de independencia de la extremidad inferior, intentó retener su camino a la libertad tirando de ella hacia atrás. Frente a tal desalentador panorama, la otra pierna, la diestra, asumió heroicamente la misión de bajar ella solita los siete escalones de vez. Por muy espectacular que resulte contarlo, la realidad es que en vivo y en directo el espectáculo resultó de lo más triste. Y, lamentablemente, el tozolón fue inevitable.

Con el comprensible susto recorriendo cual escuadrón de hormigas carnívoras mi espina dorsal, y con un incesante e incontrolable tembleque corporal, recuperé la verticalidad (para los que no les guste el fútbol, esto significa ponerse de pie). Inmediatamente, me alarmé al sentirme más ligero de lo normal. Claro que el hecho de que al darme la vuelta contemplase mi cuerpo inerte tumbado en la acera rodeado de curiosos no contribuyó precisamente a apaciguar mi espíritu.

Fue entonces cuando casi al mismo tiempo escuché un fuerte frenazo a mi espalda. Me dio tal susto que incluso olvidé que acababa de morir en el accidente más ridículo de la historia de los accidentes ridículos. Se trataba de un taxi que se había detenido justo delante del portal. De su interior bajó un señor muy raro. Vestía una especie de hábito de monje negro, con su capucha y todo. Le costó un poco abandonar el vehículo porque la guadaña de dos metros y medio que portaba le dificultaba la maniobra de salida. Al tercer intento lo consiguió. El taxi arrancó y se marchó calle abajo. 

El desconocido avanzó con paso cansino hacia mí hasta que alcanzó la distancia que la Universidad de Carolina del Este ha estimado tras años de costosos estudios como la óptima para iniciar una conversación (1,23 metros entre nariz y nariz). Entonces sacó de su bolsillo un papel arrugado, se puso unas gafas que juraría que eran idénticas a las que Buenafuente llevó en el programa de la noche anterior y con una voz como la de la niña del exorcista el día después de su paso de ecuador se dirigió hacia mí.

(¿Continuará?)

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