jueves, 29 de septiembre de 2011

La ética de los negocios y la obsolescencia programada


Una fotografía moral a la sociedad de consumo

“¡No puede ser! Justo va y se rompe ahora, que acaba de terminar la garantía ¡Que mala suerte!”. Quien más, quien menos, ha pronunciado esta frase a lo largo de su vida. La secuencia que acompaña a estas palabras pasa por llevar el producto averiado al punto de venta sólo para que el técnico verifique el problema y ofrezca el diagnóstico temido: “Uy, arreglar esto no le va a salir a cuenta. Por el precio de la reparación casi es mejor que se compre uno nuevo”. Pero, ¿se está ante una coincidencia de los dos hechos, o más bien ante una convergencia de los mismos?

Mucho se ha escrito ya sobre la obsolescencia programada. Por establecer una definición que sirva de punto de partida, se puede entender esta práctica como la determinación, planificación o programación del fin de la vida útil de un producto o servicio de modo que este se torne obsoleto, no funcional, inútil o inservible tras un período de tiempo calculado de antemano, por el fabricante o empresa de servicios, durante la fase de diseño de dicho producto o servicio. No obstante, es un enunciado que puede considerarse incompleto, puesto que deja fuera del concepto a un elemento fundamental del sistema: el público.

Y se les encendió la bombilla

Muchos autores hacen referencia a la obsolescencia programada como el motor secreto de la sociedad de consumo. Para encontrar su origen es necesario retroceder hasta los años 20 con la llegada de la producción en masa. El primer producto del que existe documentación que prueba su aplicación es la bombilla. El cártel helvético Phoebus, que incluía a fabricantes como Osram, Philips o General Electrics, consiguió que la gente comprara bombillas con mayor regularidad. ¿Cómo? Mediante tratados secretos en los que los principales productores mundiales se comprometían a reducir la vida útil de su producto a 1.000 horas.

Para hacerse una idea de lo que supuso esta decisión, conviene recordar que la primera bombilla comercializada por Thomas A. Edison en 1881 aseguraba 1.500 horas de funcionamiento. En 1924, la compañía Philips lanzó al mercado una lámpara que proporcionaba 2.500 horas de luz. Por lo tanto, la lectura de la intención de Phoebus es clara. De continuar fabricando un producto de mayor calidad y durabilidad, la venta de bombillas se estancaría. Mantener la demanda pasaba por programar el diseño de los filamentos para limitar la vida útil del producto.

La empresa española Lampara Z fue controlada por la política de Phoebus. En el cartel, se promociona la durabilidad de la bombilla como de 2.500 horas. Muy por encima de los parámetros que impondría el grupo suizo.

Bajo el prisma de la ética empresarial, la medida acometida por el cártel, de entrada, es contraproducente y muy cuestionable. No tanto por el hecho de planificar la creación de esta nueva hornada de bombillas de menor calidad y duración, sino por la imposición de este “modelo” como única opción al consumidor mediante prácticas desleales. Incluso, moviéndonos en marcos teóricos, si bien la obsolescencia programada fomenta en la práctica el consumo, lo cierto es que el hecho de eliminar la libre competencia suprimiendo elementos de diferenciación del producto (durabilidad, precio, calidad…) parece más una actividad contraria a los principios del capitalismo.

No obstante, la paradoja se vuelve más interesante. El libre mercado llevó a un producto inferior en diseño, material, tecnología y calidad que el comunismo implantado en la URSS. Científicos soviéticos consiguieron una bombilla con 10.000 horas de vida útil garantizadas. El resultado fue que su invento no interesó en occidente.

Enunciación como sistema

En contra de lo que invita a pensar, un sistema de producción basado en la obsolescencia programada no debe estar necesariamente ligado a la codicia empresarial por encima de una aplicación práctica que beneficie a la sociedad.

Hacia 1933, en el escenario de la gran depresión que generó el colapso bursátil de 1929, el desempleo alcanzó los mayores niveles vistos en la sociedad americana. Ese mismo año, el acaudalado hombre de negocios Bernard London enunció por vez primera el término obsolescencia programada presentándolo como solución al problema.

Su propuesta era poco menos que legislar sobre la vida útil del producto, poniendo una fecha de caducidad a partir de la cual este se considerase “muerto”. En ese punto, el consumidor lo devolvería a las autoridades gubernamentales pertinentes que son las que deberían encargarse de gestionar como deshacerse de los residuos. De esta forma, se garantizaría que la producción no se detuviera y que siempre fuese necesaria la mano de obra. Como él mismo decía: “Empleo para todos”.



Con esta teoría, las dudas éticas y deontológicas despertadas por el proceder de Phoebus no se despejan. No obstante, se vislumbran nuevos horizontes que dejan puertas entreabiertas para entender que, quizás en ocasiones, la obsolescencia programada pueda estar justificada.

Ser empresario implica tener que lidiar y actuar frente a tres planos. El beneficio personal, el trato a los empleados y la responsabilidad social. Dicho esto, lejos de ejercer como abogado del diablo, parece comprensible que ante situaciones coyunturales adversas, la obsolescencia programada pueda ser una de las soluciones válidas al problema. Mantiene el consumo, mantiene los puestos de trabajo y no se pone una pistola al consumidor para que adquiera el producto.

Montañas de realidad

El problema llega cuando pasa de ser una salida puntual en un momento crítico a erigirse como piedra angular del sistema económico de toda una civilización. Un planeta finito no puede regenerar materias primas de forma infinita. Bernard London hablaba de la necesidad de que los productos obsoletos fueran devueltos para garantizar su correcta destrucción.

No sabemos con certeza a lo que se refería. Lo que es seguro es que la forma en que eso se produce hoy día es una aberración que bien pudiera ser el espejo al que una sociedad enferma debe asomarse para contemplar el reflejo de su alma podrida. Las tretas con las que occidente convierte África en su vertedero ponen de manifiesto las carencias funcionales y morales de la sociedad de consumo.

Ghana es uno de los principales países africanos que aceptan la basura electrónica de occidente a cambio de dinero. La basura está considerada oficialmente como "material de segunda mano".

Las montañas de despilfarro formadas por la basura electrónica tienen una doble lectura. Por un lado, evidencian la realidad de que estamos consumiendo el planeta a un ritmo mayor del que puede soportar. Por otro, no solamente abusamos de los recursos naturales para transformarlos en productos con una vida tan limitada, sino que una vez se convierten en desechos, los cadáveres electrónicos imposibilitan que los países subdesarrollados puedan utilizar sus propios recursos naturales.

El elemento clave: el consumidor

Señalar como culpables de las miserias de este sistema a los “despiadados” empresarios es una postura demasiado cómoda. Más aún teniendo en cuenta que todo el engranaje no funcionaría si no contase con la complicidad del consumidor.

Como individuos, es cierto que estamos sometidos a un continuo bombardeo de mensajes que nos invitan/incitan a adquirir productos. Pero no es menos cierto que la decisión final es al 100% responsabilidad de cada uno. Somos nosotros quienes pedimos crédito a los bancos para comprar objetos, bienes o servicios que no necesitamos.

La economía occidental se sustenta en el crecimiento. Pero es un crecimiento que no está encauzado a un objetivo palpable ni un fin concreto: “Es un crecer por crecer”. La funcionalidad del sistema está basada en el consumo. Si no se compra, no hay crecimiento, y, por consiguiente, el sistema no es sostenible. Así que en última instancia, es el consumidor quien tiene la potestad de fomentar o rechazar la obsolescencia programada.

Resulta sencillo dejarse llevar por el victimismo y pensar que el consumidor poco o nada puede hacer ante las grandes empresas. Sin embargo, la demanda común interpuesta contra Apple por la vida limitada de las baterías de su IPhone demuestra lo contrario. En la era de las comunicaciones y la información, el ciudadano tiene más voz y fuerza que nunca. De ese modo, el consumidor debe asumir su parte de responsabilidad en el sistema económico. Tiene un deber moral para con el mercado que pasa por fomentar un consumo responsable que ejerza presión en los procesos de producción y políticas sociales de las empresas. No hay que pasar por alto que las modas, claves en el consumo, son propagadas por el ciudadano más allá de las campañas publicitarias de los productos.




¿Cuál es el camino?

Solucionar las carencias de este consumismo desatado pasa por llevar a buen puerto una campaña de sensibilización. A la larga, estamos viviendo una situación insostenible. Tanto para las empresas como para los consumidores. Parece posible entonces que ambos no sólo lleguen a entenderse, sino que tengan interés real en ello. Antes de que la cuerda se rompa, se debe intentar arraigar en la conciencia social la necesidad de hallar una solución. No obstante, es difícil trazar una ruta, aunque podemos intuir ciertas piezas del rompecabezas.

Por un lado, hay que trabajar sobre la idea de la sobreexplotación de los recursos naturales. El reciclaje y los materiales biodegradables son sólo pequeños faros en un mar de posibilidades. Impulsar la investigación encarada hacia esta temática es absolutamente vital.

Otro elemento clave es el valor de la eficiencia. No debe tratarse de producir más por menos ni de anteponer la calidad y durabilidad de un producto ante viento y marea. Puede ser que la solución sea mucho más trivial. Emplear los recursos de la manera correcta para crear el producto más eficiente posible. Esto pasaría por un aumento de los productos sustitutivos en la oferta de un mercado y permitir elegir a la demanda.

Por último, resultaría conveniente hacer un llamamiento a la ética de los negocios. Es vital dar una nueva dimensión al término. El espaldarazo puede llegar a golpe de legislación, implantando penas económicas que se ajusten al daño infligido a la sociedad. La frase “me compensa pagar la multa” no tiene cabida en un sistema de producción comprometido socialmente. De cualquier forma, tampoco parece justo, como se indicaba con anterioridad, que las empresas asuman todas las sanciones. ¿El individuo? Es igualmente responsable, pero entraríamos en un terreno demasiado peligroso…

La obsolescencia programada es un problema global. No se trata de volver a las cavernas y hacer fuego con las piedras. Al contrario. Superar este desafío requiere que la raza humana lleve su ingenio al siguiente nivel y sea capaz de reinventarse. Hasta entonces, frenar sus efectos depende de nosotros. De hacer un uso responsable de nuestro consumo y de exigir la misma responsabilidad a las empresas e industrias. Cambiar el “¡No puede ser!” por el “¡Se me está muy bien!”.

Este texto corresponde a la Práctica 2 de la asignatura Ética y Deontología Periodística de 4º curso en el Grado de Periodismo. El contenido está basado en el siguiente documental "Comprar, tirar, comprar".




Enlaces
Encuentros digitales: Charla con Cosima Dannoritzer, directora de "Comprar, tirar, comprar"
Fabricados para no durar
Así funciona el modelo de derroche (el blog salmón)
Brooks Stevens, impuslor de la obsolescencia programada en los 50 (en inglés)

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