martes, 18 de octubre de 2011

El dilema: laberinto de la ética profesional


(Advertencia: la siguiente entrada contiene spoiler)

El dilema (The insider) es una película norteamericana de 1999 dirigida por Michael Mann (El último mohicano, Heat, Enemigos públicos) y protagonizada por Russell Crowe (Gladiator, L.A. Confidential, Una mente maravillosa) y Al Pacino (El padrino, Scarface, Esencia de mujer). El guión está basado en un caso real por el que la tabacalera Brown & Williamson fue condenada por la justicia americana al demostrase que añadían conscientemente sustancias adictivas al tabaco para aumentar el grado de dependencia de los fumadores.

Lowell Bergman, productor del programa de la CBS “60 Minutos”, está preparando un reportaje relacionado con accidentes caseros provocados por cigarrillos. En su búsqueda de fuentes, logra ponerse en contacto con Jeffrey Wigland, antiguo bioquímico de Brown & Williamson. Pronto entenderá que su nuevo confidente posee una información mucho más valiosa que encierra un terrible secreto. Sin embargo, para destapar la verdad, Bergman y Wigland deberán recorrer un lúgubre y desesperante laberinto que entrelaza los intereses e influencias de la tabacalera y de la propia cadena de televisión. Una encrucijada en la que la ética profesional jugará un papel determinante.

Análisis de las conductas de los personajes y entes principales

Jeffrey Wigland, ex-directivo de Brown & Williamson (Rusell Crowe)

Estamos ante el personaje más complejo del film. Wigland muestra su disconformidad a la compañía cuando descubre el secreto sobre los componentes adictivos añadidos intencionadamente a los cigarrillos. Sin embargo, acepta un sustancioso acuerdo de despido a cambio de respetar una cláusula de confidencialidad sobre su labor en la empresa.

A la hora de tomar está decisión, es conveniente recalar en su situación personal. Wigland es padre de familia y una de sus dos hijas precisa de tratamiento médico por una dolencia crónica (problemas respiratorios). Ante tal tesitura, decidir qué es lo correcto resultaría una ardua tarea para cualquier ser humano. Por un lado, moralmente, existe el sentimiento del deber. Revelar una información de interés para la sociedad, y nada menos que relacionado con la salud pública. En sus manos está el poder de denunciar una práctica empresarial que engloba un entramado de pactos y engaños entre las tabacaleras. Pero, por otro lado, no puede perder de vista su propio interés. Como cabeza de familia, tiene la obligación de velar por el bienestar de los suyos.

En este sentido, el miedo juega un papel clave. Es lógico pensar que, como individuo, poco o nada puede hacer ante el engranaje de la compañía. La influencia y el grado de poder de las tabacaleras es incuestionable. Hasta la fecha, habían salido indemnes de cualquier proceso legal. Además, estamos hablando de empresas que anteponen sus beneficios por encima de los perjuicios que sus acciones puedan causar a millones de personas. ¿Qué no estarán dispuestas a hacer frente a un único individuo que amenace su posición? Uno contra el mundo. Un ejemplo perfecto para definir la soledad en toda su crudeza.

Sin embargo, al conocer a Lowell Bergman, la percepción de Wigland va cambiando progresivamente. El apoyo y el respaldo que le brinda el periodista hacen que, poco a poco, el miedo vaya desapareciendo. Precisamente porque Wigland siente que no está solo. Que hay personas dispuestas a escucharle. Y es así como su sentido de la responsabilidad, sus valores éticos profesionales y el deber moral de contar lo que sabe, se van imponiendo en su cabeza. Hasta el punto de tomar la determinación de llegar a donde sea necesario con el fin de desvelar la verdad. Sin ceder a chantajes, extorsiones o incluso al distanciamiento de su familia.

El fantasma de la soledad, el miedo convertido en pánico y la desesperación aflorarán de nuevo con el cambio de postura experimentado por la cadena de televisión. Pero incluso en los peores momentos, al sentir la determinación y el apoyo incondicional de Bergman, recobra la convicción en sus creencias. Como él mismo dice: “Sólo quiero que mis pequeñas entiendan el día de mañana lo que hizo su padre”.


Lowell Bergman, productor de “60 minutos” (Al Pacino)

Bergman es un veterano periodista que durante toda su carrera ha creído firmemente en su profesión. Esto pasa por contar íntegramente historias de interés para la sociedad. Tiene un sólido código ético profesional y un gran sentido de la responsabilidad de su trabajo. Y como buen periodista, el trato que dispensa a sus fuentes es de manual de código deontológico.

Como dice en la película a sus compañeros, “todo lo que tenemos es nuestra reputación”, refiriéndose al periodismo. Es una frase que, no por manida, deja de ser el pilar fundamental de todo profesional de la comunicación. En realidad, es perfectamente aplicable a cualquier ser humano. Basta una duda, un error, un vacile… y todo queda arruinado. La credibilidad es un bien que no puede comprase. De ahí su empeño por aproximarse cuanto sea posible a la verdad. Cuando se produce el bandazo de política en la cadena de televisión, Bergman permanece fiel a sí mismo, cuando lo más “cómodo” hubiera sido tragar con las directrices y abandonar a su fuente para salvar el pellejo.

La convicción en sus valores contagia a Wigland, que llega a confiar ciegamente en él. Curiosamente, es el mismo sentimiento el que le lleva a dejar la profesión una vez que todo acaba. “Qué le voy a decir a mis fuentes. ¿Qué están a salvo? ¿Qué puedo protegerlas?”.


Las empresas tabacaleras

Son presentadas como compañías sin escrúpulos que se rigen por la obtención de beneficios a cualquier precio. El concepto “responsabilidad social” es algo que desconocen por completo. Acometen prácticas desleales y pactos que contravienen los principios fundamentales de la ética de los negocios. Funcionan como un oligopolio siniestro que recurre al engaño y la extorsión para alcanzar sus fines. Se hace especial hincapié en señalar que su peso específico en la economía les otorgaba una posición de casi plena inmunidad ante las leyes. En definitiva, son el paradigma de la mala praxis empresarial.

Mike Wallace, presentador de “60 minutos” (Christopher Plummer)

Poco o nada tiene que ver su conducta con la de Bergman. Wallace es un presentador vanidoso y egocéntrico al que únicamente le importa conseguir buenos reportajes para beneficio propio. Si bien transmite la confianza necesaria a Wigland antes de la entrevista, su apoyo no va más allá de lograr que éste hable. No tiene inconveniente en dejarle tirado cuando la directiva rechaza la inclusión del testimonio en el reportaje. Su reacción de apoyo Bergman llega tras ser ninguneado por su propia cadena en un informativo. Es decir, es su ego herido el que toma el control.

Wallace podía haberse solidarizado con Bergman mucho antes y, juntos, sacar el reportaje íntegro a emisión. Su conducta lo destapa como un comerciante de la información al que sólo interesa mantener su prestigio. No obstante, Wallace sabe que su lucimiento no sería posible sin el trabajo y compromiso de Bergman, y por ello trata de convencerle sin éxito de que no abandone la profesión.


La dirección de la CBS

El proceder de los directivos de la cadena muestra a la televisión como un ente voluble e influenciable ante los factores económicos. En ocasiones, se acusa a la prensa de estar al servicio de sus anunciantes. Lo que refleja la película no es más que esta idéntica afirmación elevada a su máxima expresión.

Con toda seguridad, si buscamos en los estatutos sociales de cualquier empresa de comunicación encontraremos como elemento común la búsqueda y defensa de proporcionar información veraz. En este caso, la CBS opta por ofrecer una información parcial movida por intereses económicos. De igual forma, no respalda el trabajo de sus periodistas, coartando su trabajo.

Como dice Bergman, “somos nuestra reputación”. La imagen y credibilidad de la cadena de televisión queda tremendamente dañada.

Mis impresiones

De los hechos narrados en la película, hay una serie de actitudes y comportamientos que merecen un análisis más profundo.

Anteriormente se ha comentado la zozobra moral de Wigland. El debate interno al que está sometido desde el primer momento. Es tremendamente interesante incidir en cómo varía su forma de actuar. La soledad puede llegar a anular a un ser humano. Por el contrario, cuando nos sentimos respaldados y vemos que los demás depositan su confianza en nosotros somos capaces de afrontar lo que sea. Nuestra percepción de la realidad cambia sustancialmente.

No obstante, partiendo del manifiesto interés que tengo por el ámbito de la información, prefiero hacer hincapié en otros puntos y personajes de la trama. Principalmente en el comportamiento de Bergman frente a la junta directiva de la cadena de televisión. Resulta loable e inspirador que un periodista tenga tanta fe en lo que hace. Digamos que hace religión de su profesión. Eso sería imposible de no amar lo que hace. Y probablemente, esa sea la diferencia entre él y Wallace o los directivos.

Lo que hace incorruptible a Bergman es el amor y respeto que siente por su trabajo. Su percepción del compromiso social que implica ser informador está por encima de cualquier cosa. Por encima del ego personal de Wallace, por encima del dinero que no quieren perder los directivos e incluso por encima de sus propios intereses.

Igualmente, es ese mismo respeto, ese férreo código deontológico por el que se rige, lo que le lleva a dar ese tratamiento a sus fuentes. Él sabe que un periodista no es nada sin ellas. Por eso no abandona a Wigland. Por eso termina dejando su profesión. Cuestión de coherencia. Por que ya no puede sentir el respeto y el amor que siempre había sentido por el periodismo, ni es capaz de garantizar a sus fuentes que les va a dar el trato que merecen. De nuevo nos encontramos con su máxima: “Somos nuestra reputación”. Y la suya, por vez primera, tiene mácula.



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